CAPITULO I

No hay nada en ella que pueda hacer cambiar el estallido de la lluvia, nada que ella pueda decir que hiciera retroceder el tiempo, no se ve con los brazos vacíos llenos de silencio, no hay nada que limpie sus ojos de la penumbra.

Resbala por las horas, pasea por esos árboles truncos que una vez tuvieron hojas, no se encuentra sin él debajo de sus brazos, no alimenta el deseo sin la idea de su aliento cerca, no repara sus dedos sin acariciarle sobre las arcas del remanso, en la quietud del encuentro, la ansiosa respiración del encuentro, se sujeta en la maldición teñida por un pasar que no se detiene, por la línea infranqueable de ese beso, no suena, el desierto es ahora, con las manos atadas al regreso, ella no comprende la inmensidad del mar, lo cotidiano siempre será nuevo, la armonía del viento en un gesto de piedad la cubre, susurra que un día quedarán resecas bajo la caricia sin lugar, ni piel, ni sentimiento.

Ella revive la partida como la ultima, la primera, tantas que no se merece la agonía del siempre; con la tierra bajo los pies, cultiva la pereza de los párpados lentos, no hay mirada que se refleje, ni el olor que solo vive en esa inmensidad de tiempo y mar. Ella registra sus bolsillos, recoge las piedras, construye la fuerza de sus piernas, escucha el roce de sus labios cuando murmuran en la escasa habitación cavada de pared a pared. Ella ya no podría escucharle, no podría mirarle, ha decidido quedarse ciega al mundo, unirse de pies y manos, quiere sepultarse junto a lo que nunca vio, a lo que no escuchó, a los puntos suspensivos, ella busca la paz debajo del vientre, en el vaivén de sus pechos, ha quedado sumida en la pólvora de este lamento siniestro. Ahora se ve niña, volverá a crecer y el destino regresa a parirle la soledad.