Quiero sentarme bajo este arbol...

Quiero sentarme bajo este árbol y susurrar al alma en un lenguaje que no entienda la humanidad, convertirme en la mansedumbre de los claros roces de la tarde.

Quiero rodearme de verdad y aun entumecida… socorrerme recién nacida como un coágulo de sangre que brota, rezarle al tiempo un poco más de tiempo alambrada a tus pies.

Quiero sentirnos recostados en la paz de este cuerpo que se yergue sobre un silencio arrebujado lleno de espinas, quiero volarme hasta el cimiento de la aurora y reconocerte aunque jamás te haya visto, serás tú el que venga sacudiendo la vida con hojas amarillas dentro de los zapatos.

Quiero olvidar lo que dije, lo que quiero decir ahora, quiero mirar en esos ojos quietos de mar la profundidad que ha de consumirme.

Quiero arroparme con la muerte derrotada bajo las blancas sábanas de lluvia, quiero tener lo que tengo y lo que me falta tener por haberlo ganado: un corazón ascendido a tus pies, la lozana crueldad por haberlo dejado tirado como basura y vacío.

Porque cambiaría mis letargos por la caridad de esta celebración que son tus pasos y daría la mitad de esta muerte que tanto amo, por la cárcel donde se encierran tus puentes rotos y quemados por otros

La herencia que cobraras en la miseria de mis vestigios, el susurro que tiembla en la puerta de tu nombre…

Insípido destino! Hazme crear una verdad rancia que alimente las soledades que has dejado frente al espejo y hazme muerte, hazme vida, con las ropas humedecidas de tu camino, cuando quieras venir…

Basta!

Que no puedo recordar

Dónde perdí el olvido

Ahora que casi amanece,

me quedo en la exuberante reliquia del silencio,

todo esta en su sitio:

mi peine,

mi bata de baño,

la granulante piel de las paredes,

mis zapatos,

todo en el sitio exacto,

mi cuerpo esta disperso.

Un Aristóteles se burla en la azotea,

la multitud rodea vengativa la palabra “tienes”.


Un mal paso devasta toda aurora.


Cuando amanece todo llora,

llora el sexo debajo del manto,

hierve a fuego lento

el dulce quejido embalsamado,

no hay resquebrajo que ciña la verdad flotante,

entre sien y sien molinos lentos y oxidados.

La voluptuosa repetición del que ya no esta,

confesiones sin un augurio de nada,

de piedad.


Solitaria la cacería,

sin animal.

Sin Destinatario

Tú, manufacturero del tiempo, que desmientes en grimas la soledad de los esqueletos, mira la influencia del azul en las cerradas puertas, que no traspasa ni las oraciones de los viejos, ni los cantos de las mujeres huérfanas del invierno; ¿Qué esperas del silencio? ¿Qué alimento tendido sobre tus manos, como limosna? No hay nada que dar, no hay legumbres, no hay piedad, no hay rostro que pueda ser transparente al espejo. Rodea tu cuello de la soga que nace de tu lengua y remite las palabras que se quedan en las orillas. Ya no hay tiempo, se ha congelado en los dedos la minuciosa claridad del día, ¿A qué esperar el amanecer de los muertos?. Deja regada la basura que emana de tu aliento y agrupa, debajo de tus alas, la inmensidad de la arena. Espanta el miedo! No hay cuenta en las piedras que amontona el cuerpo, resígnate a esta desnudez!. Vela la agonía, porque vuela incesante por el cielo, no descansa en las ramas, busca dónde posar la alegría, revienta como cascada impetuosa, como el recuerdo. ¿A qué verdad reniega tu celo? la leña quemada sin orificio ni espuma. Tú, que solo vives cuando recuerdas el viento y tambaleas apresurado, sosteniendo la lumbre que se apaga, desden de las semillas. Aun hay sed dentro y no le basta tanta agua!

Una Tarde en San Juan

Caminamos?

Esta de oro la tarde

Y un silencio nos recoge frente a la fuente

Tu sonrisa

El arrojo de distancia

Mi pensamiento…

Aguas, espejos de Narciso y la imposibilidad del abrazo

Sobre nuestras miradas el reloj de catedral desprendiéndose

Vientos y gotas

Allí retozan las palomas

colgando de sus cantos en los pensamientos

Adoquines eternos

Es la tarde,

pero solo hay caminantes que me tropiezan al pasar…


Maria Antonia Segarra


CAPITULO I

No hay nada en ella que pueda hacer cambiar el estallido de la lluvia, nada que ella pueda decir que hiciera retroceder el tiempo, no se ve con los brazos vacíos llenos de silencio, no hay nada que limpie sus ojos de la penumbra.

Resbala por las horas, pasea por esos árboles truncos que una vez tuvieron hojas, no se encuentra sin él debajo de sus brazos, no alimenta el deseo sin la idea de su aliento cerca, no repara sus dedos sin acariciarle sobre las arcas del remanso, en la quietud del encuentro, la ansiosa respiración del encuentro, se sujeta en la maldición teñida por un pasar que no se detiene, por la línea infranqueable de ese beso, no suena, el desierto es ahora, con las manos atadas al regreso, ella no comprende la inmensidad del mar, lo cotidiano siempre será nuevo, la armonía del viento en un gesto de piedad la cubre, susurra que un día quedarán resecas bajo la caricia sin lugar, ni piel, ni sentimiento.

Ella revive la partida como la ultima, la primera, tantas que no se merece la agonía del siempre; con la tierra bajo los pies, cultiva la pereza de los párpados lentos, no hay mirada que se refleje, ni el olor que solo vive en esa inmensidad de tiempo y mar. Ella registra sus bolsillos, recoge las piedras, construye la fuerza de sus piernas, escucha el roce de sus labios cuando murmuran en la escasa habitación cavada de pared a pared. Ella ya no podría escucharle, no podría mirarle, ha decidido quedarse ciega al mundo, unirse de pies y manos, quiere sepultarse junto a lo que nunca vio, a lo que no escuchó, a los puntos suspensivos, ella busca la paz debajo del vientre, en el vaivén de sus pechos, ha quedado sumida en la pólvora de este lamento siniestro. Ahora se ve niña, volverá a crecer y el destino regresa a parirle la soledad.