Los que se
apretujaban al otro lado de las puertas grandes y pesadas de madera, curiosos
por ver el espectáculo, quizá fuesen los viajeros, sus acompañantes o los
holgazanes que suelen pulular por las estaciones. Ninguno de ellos pudo acceder
aquella tarde a la sala de espera. Tampoco conseguían ver lo que sucedía dentro.
Las ventanas eran altas y los cristales rectangulares de las puertas estaban
sucios y empañados.
La sala era
inmensa, resulta difícil imaginar que algo hubiese podido animarla; todo se
perdía engullido en el interior. Los zarrapastrosos que se acurrucaban sobre los
petates, apretados unos contra otros, en corros que iban desde las paredes hasta
el centro de la sala, habían ocupado todo el espacio. El jaleo era
incesante.
Voces tenues y
desesperadas, otras roncas y a veces hondos gemidos se elevaban de pronto cuando
aparecían las enfermeras. Las batas blancas apenas conseguían abrirse paso entre
tantas piernas y cuerpos mezclados, asidas por manos que se alzaban por todas
partes para agarrarse como fuera a los faldones o a las mangas, cuando no a los
hombros, al cuello y a los brazos de las distinguidas damas. Chillaban, parecía
que rezaban, roncaban y maldecían. Algunos lloraban, en especial los que se
hallaban demasiado lejos y no lograban tomar la bolsa y el vaso.
Los curiosos que
se agolpaban al otro lado de las puertas de madera y cristal grueso trataban
inútilmente de distinguir, entre la masa de esqueletos envueltos en harapos
atados con cuerdas, el rostro, la edad o el sexo de los que se apelotonaban en
la sala de espera de la estación. Las mujeres parecían, todas, presidiarios
viejos y chochos; niños, que surgían entre ellas con la cara lívida, hombres
apocalípticos, aplastados, como empequeñecidos por el mismo instrumento de
tortura que les había dejado el cuerpo contrahecho.
Las enfermeras
sabían, desde luego, que en la sala no se encontraba ningún hombre y que tampoco
había mocitas ni mujeres jóvenes. Si hubiesen comprendido los llantos y lamentos
que las rodeaban, habrían caído en la cuenta de que precisamente esa ausencia
era lo que intensificaba el pánico: aquellos desdichados no entendían ni querían
reconocer que se habían salvado, barruntaban una nueva canallada más diabólica,
destinada, sin la menor duda, a preparar más suplicios o, quizás, quién sabe si
el mismísimo final. ¿Por qué habían retenido a los hombres y mujeres fuertes?
¿Para traerlos más adelante con otro tren? ¿Porque acaso no había habido sitio?
¿Se había opuesto alguien a que arrojasen a unos encima de otros? Con renunciar
a aquellos vagones grandes y lujosos, enganchados unos a otros como barcos
imperiales... Podrían haberlos traído en carros, obligarlos a andar decenas de
kilómetros, pero todos juntos, los maridos, las esposas, las hermanas, los
hijos, las hijas, los viejos, los niños, todos.
... Rapada como
las demás y con la cabeza cubierta con una especie de capucha de saco, la mujer
ante la que se había parado la enfermera tampoco tenía edad. Había estado todo
el rato en silencio. No se inmutó cuando la que había a su lado le quitó de las
manos un resto de manta para taparse con ella. No esbozó el menor movimiento
cuando la vieja de su izquierda, al observar que su mutismo venía a confirmar
sus propias suposiciones, empezó a agitarse alzando las manos al cielo.
Finalmente, levantó la cabeza: una máscara arrugada, marchita y vieja de
fenicio. No se movió ni siquiera cuando la enfermera dio un paso atrás, sofocada
por la peste que había a su alrededor... Simplemente, miraba atenta. Como el
enano que apoyaba su cabecita amarilla contra la espalda desnuda de
ella.
La sala
trepidaba, era un hervidero. Un vocerío continuo y cadencioso había bajado del
techo y se acercaba a las paredes. La sala se había hecho más pequeña. Todo
ocurría abajo, a poca altura. Cuando uno alzaba la mirada, echando la cabeza
hacia atrás, el techo se alejaba, como un cielo cada vez más alto e
inalcanzable. El rumor se quedaba atrás, lejos, apagado, en alguna parte,
debajo. El ruido ensordecía a los que estaban en el suelo y el miedo los tenía
exhaustos, se habían olvidado de todo.
También ella
había olvidado pensar en lo que habría podido acontecer en ese tren que ya no
llegaría. Sabía que no la habrían admitido, tenía aspecto de vieja, nadie se
habría creído que no había cumplido ni los treinta años. Además, tampoco tenía
motivo para haber venido en un tren destinado a los hombres y mujeres jóvenes.
Seguro que habría visto cómo se iban pegados, sin ninguna vergüenza, mi padre y
mi prima en el momento en que salieron de las filas. Ella no los miró, pero lo
había visto todo, desde luego. Formó en columna muy formal, apretando sin fuerza
la mano del enano que se arrastraba tras ella. No estaba nerviosa ni le daba
tirones. Lo ayudó a subir los altos estribos del vagón. Recordó que el chiquito,
desde arriba de la escalerita, volvió el rostro marchito y arrugado hacia los
dos que se habían quedado en el andén, demasiado cerca el uno del otro. Pero no
dijo nada, tomó asiento y, cansada, cerró los ojos.
Quizás allá
abajo, el alboroto provocado por tantas voces inseguras la dejaban anonadada,
ella olvidaba. Pero de pronto se volvió y agarró el delgado cuello del enano, al
que desplazó del nido donde se había acurrucado. Su espalda huesuda y húmeda
ciertamente no habría podido reemplazar, ni siquiera en los sueños o recuerdos
del niño, las mejillas frescas y llenas, como él hubiese deseado, de una
almohada.
Las manos que
tocaron el cuello y luego los brazos delgados como palos de la bestezuela
fueron, no obstante, los de la señora de bata blanca. La señora sonreía al
tiempo que inclinaba la cruz roja que brillaba sobre su frente. Tendía la bolsa
de pastas y la taza.
La taza humeaba.
Las mejillas de la fierecilla bajaron hasta el círculo líquido y amarillento,
hasta el vaho, de un aroma maravilloso. Un placer sin precedentes que no podía
durar y que a cualquiera le habría dado miedo prolongar, por feliz que le
hubiese hecho. Imposible pero auténtico, la sala también era auténtica, y
también el vocerío; oyó cómo por encima de su cabeza se abría la bolsa, y las
manos se le llenaron de pastas.
El chico sorbía
mareado de deleite y atemorizado. Había comprendido que todo era de verdad, y
que, por lo tanto, se acabaría; incluso él mismo, ebrio de placer, aceleraba
presuroso el fin. Había vaciado media taza. Dejó de beber y miró las pastas
pequeñas y abultadas que tenía en las manos. Comenzó a masticar, sin prisas, la
primera concha dulce y harinosa. Justo entonces sintió hambre. Con una mano
agarró la bolsa. En la otra sostenía la taza. Se metió un puñado de pastas en la
boca. Un enano enternecedor, aunque horrible, de manera que la señora puso otra
bolsa en manos de la madre.
—Bébete también
el té. Bébetelo ahora que está caliente.
Tal vez sea
verdad eso que dicen de que las almas de quienes hemos perdido se recluyen en
cosas inanimadas. Están ausentes hasta que sienten nuestra proximidad y nos
llaman para que las reconozcamos y las libremos de la muerte. En efecto, tal vez
una mera orden de la memoria no sea capaz de conseguir que regrese el tiempo
pasado, pero éste sí puede resucitar gracias a la sensación extraña y espontánea
que ofrecen el olor, el gusto o el sabor de algún elemento accesorio e inerte
del pasado cuando volvemos a encontrarlo.
Pero el aroma de
aquella bebida divina no habría podido suscitar recuerdo alguno: semejante
placer no había existido nunca. Por sus recuerdos, sea como fuere, aquel
bebedizo embrujado no podría ser llamado de ninguna de las maneras
té.
Era menester
volver la mirada a lo alto, al cielo de piedra sucia donde zumbaban nubes negras
de moscas y donde tenía que aparecer el abuelo, el único capaz de
responder.
Se habían
congregado, como de costumbre, en torno a él; cada uno apretaba la taza humeante
de agua verdosa. Hierbas de los contornos de aquellos lugares desconocidos a las
que, algunas veces, el abuelo añadía, cuando encontraba, flores de acacia.
En la alta bóveda de la sala de espera, donde las bombitas atraían enjambres de moscas vivaces, surgieron, como en una pantalla redonda, el abuelo, la abuela, los padres y la tía calentándose las manos en el vapor de las tazas y todos ellos mirando a lo alto, hacia un mismo punto. Por supuesto, también estaba Anda... Participaba con actitud humilde y sumisa, pero lo bastante descarada para no faltar, empero, al ritual del té, al que el abuelo convocaba a todos y durante el cual a veces éste se les quedaba mirando largo rato para hacerles ver que él sabía lo que había pasado y lo que estaba pasando con todos, con las hijas; pero también con el yerno y con aquella guapa y culpable nieta.
En la alta bóveda de la sala de espera, donde las bombitas atraían enjambres de moscas vivaces, surgieron, como en una pantalla redonda, el abuelo, la abuela, los padres y la tía calentándose las manos en el vapor de las tazas y todos ellos mirando a lo alto, hacia un mismo punto. Por supuesto, también estaba Anda... Participaba con actitud humilde y sumisa, pero lo bastante descarada para no faltar, empero, al ritual del té, al que el abuelo convocaba a todos y durante el cual a veces éste se les quedaba mirando largo rato para hacerles ver que él sabía lo que había pasado y lo que estaba pasando con todos, con las hijas; pero también con el yerno y con aquella guapa y culpable nieta.
... El abuelo,
de nuevo vivo, no apartaba la mirada del terroncito blanco de azúcar suspendido,
como de costumbre, de la lámpara del techo. Debían mirarlo todos, en tensión,
minutos enteros, antes de darle el primer sorbo al líquido caliente. Quienes se
acordaban del sabor del azúcar, es decir, quienes antes del desastre habían
tenido tiempo para habituar el paladar al sabor de los terroncitos blancos,
notaban cómo poco a poco se les humedecían los labios y se les ponían pegajosos.
La insípida bebida verde se volvía dulce, buena, «un té de verdad», decía el
abuelo.
El ritual se
repetía casi todas las tardes. Oficiado con severidad, pero también con humor,
por aquel anciano de barba salvaje con rodales todavía negros. Estaba seguro de
que volvería y había conservado, como testimonio del mundo de antes y para el de
después, el pedacito sucio de azúcar. Tras verter el agua caliente en las tazas,
a nadie le estaba permitido mirar nada salvo su taza y debían esperar hasta oír
el borboteo del agua cayendo en la jícara vecina y que, una tras otra, se
llenasen todas. Luego levantaban la mirada hacia la lámpara de la que colgaba,
sujeto de un hilo, un pequeño paralelepípedo, casi blanco, de azúcar. Había que
mirarlo con paciencia, mucho rato, y sorber el té despacio, después de que cada
uno sintiese los labios, la lengua, la boca y todo su ser vivificados y
suavizados por el recuerdo de un mundo al que no teníamos que renunciar porque,
suponía el abuelo, aquél no había renunciado a nosotros y no podría prescindir
de nosotros. El té humeaba en las tazas, ellos guardaban silencio, concentrados,
como se les había pedido, en un terroncito sucio de azúcar que el abuelo había
tenido la idea de guardar y colgarlo todos los días delante de ellos.
En lo alto, por
encima del tumulto donde los desdichados trataban infructuosamente de volver a
la vida de antaño, en lo alto, en un espacio libre y aislado de la enorme sala,
el abuelo, que tanta fe había tenido en un regreso que no alcanzó a ver, habría
podido confirmar que, en efecto, el maravilloso bebedizo era la prueba de que el
mundo los recibía de nuevo.
—Moja la pasta
en el té. Bébetelo, que aún está caliente.
—Bébetelo, que
aún está caliente —repetían algunas mujeres.
Las pastas
abultadas y redondas mojadas en el té tenían el mismísimo sabor de la felicidad;
ojalá hubiese podido disfrutarlas más tiempo. O sea, abandonarse por completo a
la plenitud embriagadora de la sensación, don inestimable que solamente los
elegidos pueden esperar merecer para, algún día, lograr traerlo de nuevo y
restituirlo, en un intercambio milagroso.
Las pastas
sabían a jabón, a barro, a robín, a piel quemada, a nieve, a hojas, a lluvia, a
huesos, a arena, a moho, a lana mojada de oveja, a esponjas, a ratones, a madera
podrida, a pescado, tenían el sabor único del hambre, del hambre.
Por otra parte,
hay dones cuya única cualidad y cuyo único defecto es que no pueden cambiarse
por nada. No pueden volver a evocarse en otro tiempo, ni a poseerse ni a
restituirse.
El miedo y el
hambre, la humillación, la impaciencia ciega y salvaje de fiera y una soledad
feroz sí se han conservado. Sólo así quizá pueda conservarse la infancia
misma.
¿Vivencia
profunda, estado de gracia y hechizo, borrachera y olvido de sí mismo? ¿El sabor
y el olor y la abundancia de aquellas madrigueras donde la espera parece
prolongar un infinito nacimiento?
Si después perdí
algo fue precisamente la crueldad de la indiferencia. Pero más tarde y con
dificultad, mucho más tarde. Pues más tarde me convertí en lo que se llama... un
ser sensible.